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  • Foto del escritorEric Calcagno

El golpe de 1976 a los nueve años

Actualizado: 17 abr 2020



Recuerdo que la mañana del 24 de Marzo de 1976 corrí hasta la habitación de mis padres para leer los diarios con mi viejo. Era una costumbre, de algún modo. La lectura de los diarios, que alguien llamó “la plegaria del filósofo”, siempre es un hábito permanente y desmedido en la familia desde tiempos inmemoriales.


Los diarios de la ciudad de La Plata, y también los diarios nacionales, entre los que destacaba “La Razón”, donde jugaba al juego de los siete errores y descubría los “créase o no” de Ripley. A mí me tocaba “El libro gordo de Petete”, Billiken, Anteojito, además de Patoruzú, Patoruzito, ver los dibujos animados de García Ferré y el estupendo Hijitus. “Profeshor Neuuurus”, decía Pucho. Atrás de la cordillera, en Chile, quedaban “Mampato” y “Condorito”, sumidos en la oscuridad.


Así que de allí al comic puro y simple no había más que un paso, que di con infinita alegría en “Libraco”, calle 6 entre 45 y 46, donde me pasaba tardes en lectura de comics, y así descubrí Asterix y Obelix (que compraría luego en el kiosko, en ejemplares de Editorial Abril) y Tintín y tantos más. Emilio Pernas, el dueño de Libraco y amigo de la familia, me dejaba largas horas de lectura. La hija de Emilio ya estaba desaparecida, creo que antes del golpe.


Es así como una tarde, en que estaba entre legionarios romanos y galos rebeldes, frenó un Torino, del que bajó una persona trajeada, joven, anteojos oscuros, espejados en mi recuerdo (¿había espejados por entonces?), sonriente y sobrador, le pide a Emilio “El Judío Internacional”, de Henry Ford. Emilio, tranquilo de brazos cruzados sobre el mostrador, giro la cabeza, lo miró y dijo: “No vendo libros antisemitas”. Aún resuena cada palabra.


A los nueve años de edad tuve más sorpresa que miedo frente a ese apriete, tan deleznable como inútil. De paso me enteré que los Hopenhayn y Gregorio Weinberg (mi tío-querido-santo, como me pedía que lo llame) son judíos. En la banda de amigos del barrio de 531 y 4 bis (a no confundir con los amigos de la escuela), hecha de multitudinarios picados en la 32 y de largas bicicleteadas, veíamos pasar esos autos, armas por fuera de la ventanilla.


Todas las noches se escuchaban estruendos. Casa a oscuras, casa cerrada, alejarse de las ventanas. En la tapa del diario la Nación del 24 de Marzo recuerdo bien la foto del helicóptero de Isabel. En alguno de los almuerzos familiares del domingo, todavía veo a mis hermanos en la lectura del diario “El Día”, donde los nombres de los muertos la víspera eran los de sus amigos del GUS (Grupo Universitario Socialista).


Siempre me pregunté por qué mis hermanos no se hicieron peronistas a nuestra llegada de Chile, a fines de 1973. Quizás para ellos los argumentos valían más que los sentimientos. Mal les hizo, en todo caso, hablar con Pablo, el hijo del Gordo: “¿y si Perón se equivoca?, preguntaban, y Pablito les contestaba “Perón nunca se equivoca”. “¿Y si se muere?” decían, “ah, no, el Viejo es inmortal”, les contestaba. Años después, en los noventa, Pablo Rojo protagonizará la gravosa privatización del Banco Hipotecario, habiendo cambiado de Dioses pero no de comportamientos. Como tantos.


Otra foto que me impresionó mucho fue la de los tanques enfrente de la Casa Rosada. No era, a decir verdad, una novedad. De camino a la “Escuela anexa Joaquín V. González” –la Anexa- todos podíamos ver los camiones de las fuerzas armadas, los soldados armados, e incluso alguna mañana algunos inconscientes y arriesgados compañeros terminando una pintada. Todo empeoraba.


A esta altura del campeonato las remembranzas no respetan la estricta cronología de los acontecimientos. En el 73, volvíamos a la Argentina de Perón, y en el espacio de notable estabilidad que dio el Plan Trienal pudimos costear y construir en Tolosa una casa para toda la vida. Concurría a una escuela pública donde todas las maestras habían estudiado con mi abuelo: tratamiento de favor significa mayor exigencia. Lo mío.


Coleccionar figuritas, jugar a la pelota en los recreos, formarse para entrar a clase… el descubrimiento en el aula de las partículas de polvo iluminadas por el sol oblicuo de la tarde. Actos en que recité alguna oda a Sarmiento (¡Viva la Santa Federación!). Gritar los domingos en la cancha por el pincha, Abel Herrera salva de cabeza el arco de Pezzano, gritarle a Galetti que se saque el balde, con el Doctor Bilardo imprecante desde el banco. Quedaba por asumir un sólido destino platense.


En 1974 nos sacaron de clase un día, salimos en tropel. Falleció Perón. Tres días de duelo. Sin saberlo, vivía en delantal blanco el momento en que descarriló Argentina. Me refieren mis mayores que una vez agarré a mi hermana de las patas; iba a la facultad, y dicen que yo le decía “no vayas, porque no vas a volver”.


Antes, durante o después del golpe –no recuerdo- el cielo nos dio una tormenta épica. Al descampar un poco, ya de noche, escuchamos a lo lejos: brrrrum. Un momento, y otra vez brrrrum. ¿Hubo otro brrrum? Golpes en la puerta de calle. Mi madre me llevó al piso de arriba, mientras mi padre bajaba con la escopeta Bataan calibre 12 comprada poco antes.


“A los chicos no se los van a llevar”, dijo (nada más peligroso que un profeta armado).

Era Rodolfo Carreras, histórico de la UCRI, que volvía de Buenos Aires, cuyo tren había sido detenido en Tolosa, donde fusilaban. Brrrum. Así que, empapado, buscó la casa amiga más cercana. Oscar Varsavsky me alzaba y me hacía tocar el techo (era muy alto). Me regaló la “gran enciclopedia de los pequeños” que realizó su esposa. También dijo que mis hermanos, veinteañeros y militantes, no podían quedarse en Argentina.


Mi hermano salió el 25 de Mayo, por Ezeiza. El avión tardó una hora en despegar, que yo pasé corriendo por la terraza que por entonces tenía el aeropuerto. Volvimos a La Plata para hacer las valijas: el 3 de junio de 1976 ya estábamos en Ginebra, Suiza, en exilio voluntario.


Empezaba la cuarentena política. Duraría muchos años...

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