Dos metros de arena
- En Tektònicos
- 4 may
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Las guías de Intourist llevaron a los turistas argentinos al borde del Volga. Quizás todavía estuviese fresca la visita que el ministro de Economía José Ber Gelbard le realizara a Leonid Brezhnev en 1974, con firma de acuerdos comerciales e industriales entre Argentina y la Unión Soviética. Eran los tiempos de Perón. Por cierto, Intourist era la agencia de viajes de la URSS, encargada de las visitas de extranjeros en la Patria del socialismo. El menú elegido fue importante: Kiev, Moscú, Leningrado, Alma-Ata, Taskent —y Samarcanda— Novossibirsk e Irkustk, donde según Julio Verne había concluido el periplo de Michel Strogoff algo así como un siglo antes. Sin embargo, la parte más emocionante fue, tal vez, la visita a Volgogrado. Claro, en 1941 esa ciudad tenía otro nombre, pues a los bordes del río Tsaristin se había librado una de las batallas de la guerra civil rusa luego de la Revolución de Octubre. El bolchevique a cargo se había hecho llamar Koba en los tiempos de la clandestinidad, pero en ese momento Iósip Dzhugashvili ya era Stalin.
Hay nubes negras en el horizonte. Muchas. Son tan grandes y tan largas que primero siguen el capricho del viento y luego se alinean con la inapelable curvatura de la tierra. Un par de soldados rusos huyen hacia el este en un vehículo militar solitario en caminos de mala muerte —quizás para evitarla— hacia algún lugar donde todavía no estén esas chimeneas que restringen el horizonte cada vez más. Kiev ha caído. Más de 600.000 soldados rusos serán capturados en esa batalla, de los que no volverán más que una veintena de miles al final de la guerra. Según el museo del holocausto de Nueva York, 5,7 millones de prisioneros soviéticos fueron masacrados, la segunda categoría después de los 6 millones de judíos. De hecho, el Zyklon B fue ensayado sobre prisioneros rusos. Si es de Bayer ¿es bueno? Es que, para los nazis, los eslavos eran lo mismo que los judíos. Untermensch, subhumanos. No había Convención de Ginebra para los rusos, que tuvieron entre 70 y 80 por ciento de prisioneros fallecidos, mientras sí se respetaba a los occidentales prisioneros, cuyas bajas en cautividad no llegaban al 4 por ciento. Era, desde el principio, una guerra de exterminio. Después de todo son judeo-bolcheviques. Como sea, Vasili Grossman estaba en ese auto que huía de las densas columnas de humo de la batalla. Judío, comunista, periodista. Si lo agarraban ¿Cuántas veces lo podrían haber fusilado?
No tantas como a Yefim Formin, que despertó el 22 de junio de 1941 con el bombardeo de la Luftwaffe sobre la fortaleza de Brest. Sin declaración de guerra, los nazis atacaron ese punto estratégico. Aviones, tanques, artillería y veinte mil soldados debían arrasar una guarnición de nueve mil soviéticos, muchos acompañados de la familia. Formin fue uno de los protagonistas de la defensa de Brest, y como comisario político del Ejército Rojo se hizo cargo de la defensa ante la caída de los oficiales. Después de infringir pérdidas significativas a los agresores, sin esperanza de reabastecimiento, agua, ni refuerzos, con niños que buscaban municiones y mujeres que cargaban las armas, tuvo que rendir la plaza. Formin fue fusilado por los alemanes en las paredes mismas de la fortaleza, habiéndose identificado como comisario político. Al menos se salvó de ser ejecutado por judío y comunista: un día de suerte. ¿Para quién? Un soldado de Brest dejo escrito en la pared: “Muero, pero no me rindo. ¡Adiós Madrecita Rusia!”. Ya hablaremos de graffitis.
Un pedazo de acero bastante grande
Conocí a Eugeni Kossarev en alguna de las conferencias acerca de la globalización realizadas por la Asociación Nacional de Economistas de Cuba en La Habana, a fin del siglo XX. Era un economista ruso, especialista en desarrollo, cuyos conocimientos en castellano lo destinaron de inmediato a la ayuda de la Revolución Cubana. También era allegado a la familia del Che Guevara. En el somero comedor del Palacio de las Convenciones (“El Palco”), le pregunté durante un almuerzo si le molestaba hablar de la guerra. Me dijo que no. El asunto es que él era muy joven para ser voluntario, mintió un poco y lo mandaron a manejar un mortero en el frente de Leningrado. También me contó que el papá, que era el contador jefe de un ministerio de Stalin —no recuerdo cuál— aunque demasiado viejo, también se enroló como voluntario. Kossarev estaba con su unidad, cuando de la nada surgió un tanque alemán que le metió un pepinazo al mortero y todos saltaron por los aires. Según me dijo, tenía un pedazo de acero bastante grande clavado en la espalda. Como era invierno, el gamulán de los soldados soviéticos funcionó como una especie de compresa, que impidió el desangre.
Mejor el fascismo que la revolución
En 1939, la opinión pública occidental indignada desparramó ríos de tinta cuando la Alemania nazi y la Unión Soviética firmaron un pacto de no agresión. Tienen razón, pero tienen poca razón y la poca razón que tienen no sirve para nada. En efecto, la diplomacia soviética trató por todos los medios a disposición de frenar el avance nazi. Nombrado por Stalin, Maxim Litinov fue comisario del pueblo a las relaciones exteriores, que ejerció la diplomacia soviética desde 1930 a 1939. Apoyó el desarme generalizado, cualquier iniciativa de paz, pero sobre todo tuvo como objetivo detener el nazi-fascismo en Europa. Así como la Unión Soviética fue la única que mandó pertrechos y soldados a España durante la guerra civil —recuerden al comandante Pablito— así como propuso a Francia y al Reino Unido un pacto defensivo que asegurara la reacción inmediata de las tres potencias rente a un ataque de Alemania, frente a cada país e incluso a otros países conexos, como Checoslovaquia, Finlandia y hasta los estados bálticos. Litiniov propuso un cordón sanitario contra Hitler, sin éxito. En el Reino Unido, apenas Churchill —feroz anticomunista— defendía las propuestas rusas: “son simples, son lógicas y responden a nuestro interés común”. Pero el Reino Unido y Francia prefirieron entregar a Checoslovaquia. El Ejército Rojo le pidió derecho de paso a Polonia para defender a los checos con 60 divisiones. Nada pasó. Mejor el fascismo que la revolución, decidieron los occidentales en la conferencia de Múnich de 1938. Así lo resume el mismo Churchill: tenían que elegir entre la vergüenza y la guerra: eligieron la vergüenza y tuvieron la guerra. Así las cosas, Stalin reemplazó a Litiniov por Molotov, con el objetivo de ganar tiempo ¿Algo discutible? Pero lo que no puede quedar afuera del debate es que las potencias occidentales prefirieron acordar con la Alemania Nazi, aun a sabiendas de la política racial que ya practica el Tercer Reich, antes que con el comunismo ruso. El pacto germano-soviético fue la consecuencia de esos hechos. Stalin necesitaba ganar tiempo, y el corazón de un estadista está en la cabeza. Como decía Napoleón. Y los países tienen la política de la propia geografía. Como Alemania no ha podido tener expansión colonial (una forma colonial de fascismo occidental), ni patio trasero —o lebensraum— el espacio vital germano será Rusia. Esto está bien claro en “Mein Kamp” ¿Nadie lo leyó? ¿Nadie lo lee? ¿Nadie?
Lo que te pase a vos me pasará a mí
Por cierto, las purgas de Stalin de 1937 afectaron al Ejército Rojo. Eliminar personas como el Mariscal Toujachevsky y todos los de esa camada podía ser un crimen político, pero sobre todo fue un error militar. Así, Stalin dejaba de lado a los especialistas de la guerra de movimiento y del combate en profundidad, a favor de los amigos como Boudienny, cuyas glorias remontaban a veinte años atrás y cuya doctrina era oponer una defensa estática. Tampoco cabe hablar tan mal de Boudienny: era la misma doctrina del ejército francés, con los resultados conocidos en la Batalla de Francia de 1940, que podemos resumir en una palabra: Dunquerque.
Por poco, Vasili Grossman logró escapar dos veces de los Panzer de Guderian. Atrás queda la madre, Ekaterina, que será ejecutada con otros 150.000 judíos, comunistas, partisanos y gitanos en el barranco de Babi Yar a partir de 1941. Con Ucrania conquistada, los generales alemanes convencieron a Hitler de atacar Moscú. Aunque el tiempo tomado en cercar y aniquilar los ejércitos rusos en Kiev tomó un tiempo que la Wehrmacht jamás recuperaría. En Rusia, el tiempo es tierra. Es cuando Stalin llama a Zhúkov, por entonces en el llamado Lejano Oriente (donde tuvo tiempo de ganar una batalla contra los japoneses) y rescatar del gulag a Rokossovski. Volvían los especialistas de la guerra de movimiento, donde la logística lo es todo. Y era esa logística la que permitió trasladar las fábricas rusas a los Urales y a los refuerzos en dirección de Moscú. Después de la temporada de lluvias otoñales, llego el invierno. Los Panzer alemanes no arrancaban, las armas no funcionaban, los soldados se congelaban. Algún tanquista nazi pudo decir que vio de lejos las torres del Kremlin, una ilusión óptica pronto esclarecida por regimientos de caballería de Siberia que cargaron sable en alto, montados en pequeños caballos acostumbrados al frío extremo. Los alemanes que más cerca llegaron a Moscú fueron repelidos a palazos por los trabajadores de un taller cercano. El General Invierno ayuda a quienes se ayudan.
Kossarev fue recuperado y trasladado a un hospital de Leningrado, en una sala de heridos intransportables. Lo que más me impresionó es cuando contó que cada vez que la aviación nazi bombardeaba la ciudad, y que ellos no podían moverse —obvio— venían las enfermeras a estar al lado de cada herido. “Lo que te pase a vos me pasará a mí”, pensó que pensaban. Y lo hicieron. Un millón de civiles morirían de hambre en el sitio de Leningrado, pero, por cierto, sobraban ovarios. La clave de la victoria, de cualquier victoria.
Es posible que la mujer rusa sea invencible cuando se retoba. ¿La verdadera Madrecita Rusia?
Las mujeres desempeñaron lugares de privilegio en todas las ramas de las fuerzas armadas rusas. No sólo en el reemplazo de los hombres que fueron al frente, a los que reemplazaron en las fábricas, ni en enfermería, donde todas eran mujeres, también eran la mitad de los médicos y de los cirujanos. Y hubo escuadrillas de pilotas, que sembraron el pánico en las filas nazis tanto de día como de noche. Hubo partisanas, tanquistas, artilleras y francotiradoras, como Ludmila Pavlochenko que desnazificó a 309 alemanes entre Odessa y Sebastopol. Los frontoviki —soldados soviéticos en la línea de fuego— solicitaban que en las patrullas siempre hubiese al menos una soldada, porque se sentían más seguros. Y las mujeres traen suerte. Y además tienen buena puntería. Cerca de un millón de soviéticas fueron combatientes. El 23 de agosto de 1942, la 16ª división Panzer llegó a las afueras de Stalingrado. Vasili Grossman, ya destacado en la zona, señala que no fue un combate fácil para los tanques nazis, y sólo después de varias horas y muchas pérdidas pudieron silenciar la batería. Pero cuando se acercaron a la posición, vieron que los cañones los manejaban chicas recién salidas del secundario, que yacían al lado de cada pieza. Todas eran voluntarias.
Una esperanza de vida de tres días
Yo no sabía que el Mamayev Kurgan era un viejo túmulo funerario. También es el punto más alto de la ciudad que entonces se llamaba Stalingrado. Como diría treinta años después el documentalista francés Henri de Turenne: “Stalingrado, una ciudad estirada por decenas de kilómetros en el borde occidental del Volga, era un canto a la Unión Soviética, con fábricas como Barricada, Octubre Rojo o la de tractores, otras tantas catedrales dedicadas al poder soviético, como las plazas y los paseos, y las viviendas de los trabajadores”. Ya estamos en 1942, y Moscú deja de ser el objetivo principal de los alemanes, reemplazado por el Cáucaso, rico en petróleo de Bakú, indispensable para que los nazis puedan continuar la guerra. El petróleo, quien diría, vaya novedad. Es así como el esfuerzo principal de la Wehrmacht ahora apunta al sur, con todo lo que tienen. Stalingrado debe proteger el flanco norte de los invasores en la carrera al crudo. La fuerza área alemana reeditó la “hazaña” de Guernica y arrasó con la ciudad los días 23 y 24 de agosto, con un saldo de 40.000 civiles muertos. Hasta el propio Anthony Beevor, uno de los actuales re-escritores de la historia en versión occidental, habla de las madres que mecían bebés sin vida y niños que intentaban despertar a los padres fallecidos. De la ciudad modelo del socialismo hicieron un campo de ruinas.
Para mediados de septiembre, tres divisiones de infantería alemana (295, 71 y 76) convergieron hacia el Mamayev Kurgan con apoyo aéreo y blindado. Es que desde allí se podía dominar el paso por el Volga y liquidar los restos del Ejército Rojo en el margen occidental. No era para menos. Regimiento tras regimiento, los rusos se derretían en la defensa del Kurgan. La caída era inminente. Es el momento en que logra atravesar el río la 13ª División de la Guardia, 10.000 soldados que cargan en el Kurgan apenas desembarcados y repelen a los alemanes. De ellos, sólo 320 de los que estuvieron en esa jornada estarán vivos al final de la batalla. Escena digna de película norteamericana, nada más que esta vez es historia. Saludos al soldado Ryan. Al frente de la 13ª estaba el general Rodmistiev, quien fuera conocido en la Guerra Civil española como “Comandante Pablito”, uno de los vencedores de la batalla de Guadalajara en 1937. Por entonces, la esperanza de vida de un soldado ruso en Stalingrado era de tres días, cinco días para un suboficial, diez días para un oficial y un mes para grados más elevados. A los nazis no les iba mejor, ya que al bombardear la ciudad proporcionaron a los defensores innumerables posiciones de defensa en los escombros, lejos de los campos abiertos propicios para los Panzer. Ahora sería metro a metro, y sin piedad. Es que ahora el tiempo es sangre.
Se pelea entre las ruinas, en lo que queda de las viviendas, por una escalera, por una habitación, por un pasillo; se combate en las cloacas, en los túneles, en las fábricas destruidas por una desvencijada línea de montaje, en los restos del silo, que amplifica el sonido de balazos y explosiones; se pelea de día y de noche, en una ciudad sin sol, oscurecido que está por el polvo que levantan los bombardeos nazis y las orugas de los tanques alemanes; y es el grito de los camaradas que caen, la sangre pringosa que salpica todo, el pavor de los civiles que intentan escapar o sobrevivir, el grito de los heridos, el chillido de los bombarderos Stukas, el fuego de los lanzallamas, el humo de las bombas, los cuerpos destrozados, es el horror, la muerte, es el infierno de Stalingrado.
No gritar, no huir, no pensar, disparar
Hay que decir que el general Tchuikov —a cargo de la defensa de la ciudad— siempre rechazó mover el estado mayor ruso al lado seguro del Volga. “No hay destino para nosotros del otro lado del río”, repetía. Varias veces, las y los asignados al cuartel general tuvieron que salir a repeler ataques alemanes. Lo peor fue cuando los nazis quemaron depósitos de nafta y convirtieron al Volga en un torrente de fuego que casi termina con el equipo de mando ruso. Cuando los Panzer llegaron cerca de la fábrica de tanques, los obreros se subieron a los blindados que salían de la cadena de montaje y partían al frente, apenas a unos metros. A esa altura de la batalla, la coordinación del combate era casi imposible. Es así como surgieron islotes de resistencia autónomos, compuestos por soldados de todas unidades y etnias. Así, la Casa Pavlov, del nombre del sargento que defendió una posición insostenible. Eran once rusos, tres ucranianos, y también un judío, un kazajo, otro uzbeko, un tajiko, todos ciudadanos soviéticos que rechazaron ataque alemán tras ataque alemán durante dos meses. Y cómo olvidar el islote Ludnikov. “De vez en cuando nos llegaban refuerzos”, decía Ludnikov, “y enseguida preguntaban: ¿dónde están los fascistas? Y les decíamos lejos, muy lejos, en la otra esquina”. Cuando los nazis de la otra cuadra atacaban, Ludnikov salía con la tropa hasta una vía férrea a metros del islote y agarraban el riel entre los dientes, para no gritar, para no huir, para no pensar, para disparar al enemigo que profanaba la tierra de la Santa Rusia Soviética.
Plan Urano
De los “cuatro grandes”, Roosevelt, Churchill, Stalin y de Gaulle, sólo Stalin y de Gaulle tuvieron a los hijos en las filas: Philippe de Gaulle fue fusilero marino, sobrevivió a la guerra, y Yakov Dzhugashvili, teniente de artillería, capturado en la batalla de Smolensk y asesinado en el campo de concentración de Sachenhausen. El padre de Kossarev cayó en la defensa de Moscú en 1941, y Kossarev recién lo sabría dos años después. El padre de Yakov dirigió un mensaje por radio a los soldados de Stalingrado en noviembre de 1942: “pronto también se bailará en nuestras ciudades”. Los soldados de Stalingrado no podían saber que desde hacía unas semanas Zhúkov y Rokossovski habían convencido al estado mayor ruso del plan “Urano”, que consistía en cercar a los alemanes mediante un ataque simultáneo desde los frente norte y sur, defendido por unidades rumanas e italianas de menor valor combativo. Significaba la derrota del 6º ejército de Paulus y la liberación de Stalingrado. La guerra relámpago cambiaba de bando.
Hasta la Victoria como siempre
Vasili Grossman estuvo presente en la batalla de Kursk, la más grande de la historia, que destruyó a la Wehrmacht en 1943, y luego participó en la operación Bagration, que culminó con la Bandera Roja en el Reichstag. Grossman escribió “Por una Justa Causa” y “Vida y Destino”, que son la Guerra y la Paz de esos años, así como un testimonio sobre el campo de exterminio de Treblinka, que será utilizado en los juicios de Núremberg y cuya lectura da pesadillas, al menos si usted es humano. Y eso es obligatorio. Kossarev me contó que tuvo dos heridas más, y que estaba en Curlandia, siempre con el mortero, cuando recibió la noticia del fin de la guerra, 27 millones de muertos después de iniciada. Sólo miró al cielo, bordeado de árboles, resplandeciente. En una visita protocolar, decenios más tarde, pude constatar que en el Parlamento alemán aún subsisten algunas inscripciones de las y los soldados soviéticos que liberaron Berlín en 1945. Hay insultos, nombres, lugares. Responden por Brest. Ninguno tan recordado por mí como el de Taskent, donde cumplí ocho años, en ese viaje en 1975 donde pude ver esos dos metros de arena en los bordes del Volga, eterno recuerdo del inicio de la Victoria en la Gran Guerra Patria. Hasta la Victoria como siempre, estimado Camarada Eugeni Kossarev, del Regimiento Inmortal.